Para quienes hemos participado en procesos políticos —o más puntualmente, en campañas electorales—, resulta inevitable cruzarnos con lo que comúnmente se denomina el “primer círculo” o el “círculo más cercano” del líder de turno. En muchos casos, estas personas son valiosas, con trayectorias respetables y experiencias que enriquecen cualquier proyecto. Empero, es igualmente frecuente encontrar allí a quienes, lejos de sumar, terminan alejando a otros. Son personajes que no saludan, que desprecian al que se acerca, que se creen en un peldaño superior dentro de la pirámide política, simplemente por estar cerca del poder.
Estas actitudes no solo son infortunadas, sino profundamente dañinas. En lugar de atraer simpatizantes y construir colectividad, repelen. Se erigen como filtros arbitrarios, como guardianes de un acceso privilegiado, creyendo —erróneamente— que su cercanía con el líder les otorga un derecho divino para decidir, excluir o incluso atropellar. Y cuando se alcanza una victoria, estos mismos personajes suelen inflar aún más su ego, reclamando para sí protagonismos que no les corresponden.
Pero la verdad es otra. El triunfo, si llega, se debe a quienes caminan las calles, a quienes ponen el cuerpo y el alma en cada esquina. A las bases. A esos líderes comunitarios y sociales que, muchas veces sin recursos y a contracorriente, sacrifican sus espacios familiares, sus empleos e incluso su salud para tocar puertas, hacer pedagogía, enamorar ciudadanos y movilizar el voto. Son ellos —no el “círculo dorado”— quienes encarnan el verdadero trabajo político. Son ellos quienes deberían ser escuchados, reconocidos y valorados. Son ellos quienes deberían asesorar al líder, porque nadie conoce mejor el terreno que quien lo ha pisado.
Una cosa es el deber ser, y otra muy distinta la realidad. En la política colombiana, lamentablemente, las bases suelen ser las últimas en ser llamadas, en ser escuchadas, en ser tenidas en cuenta. El reconocimiento no se mide por esfuerzo ni lealtad, sino por cercanía, favores o conveniencia. Así, terminan ocupando los cargos quienes menos aportaron en la construcción, mientras los verdaderos constructores quedan relegados.
De ahí la importancia de construir espacios donde el liderazgo se ejerza con humildad, donde el proceso no sea una retórica vacía, sino una práctica cotidiana. Donde el ego no esté por encima del interés colectivo. Donde la palabra "equipo" no se use solo para cerrar discursos, sino para abrir decisiones.
Usted, estimado lector, si ha sido víctima de estos atropellos, sabrá exactamente de qué hablamos. La indiferencia duele, pero no podemos resignarnos. Que no nos sigan borrando del mapa. Es hora de reclamar lo que por derecho nos corresponde: un verdadero reconocimiento, una participación efectiva, un lugar donde nuestro trabajo valga. Y, sobre todo, un liderazgo donde el poder no sea un pedestal, sino un puente.
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