El próximo fin de la concesión del Aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón de Cali abre un debate que no podemos tomar a la ligera. La terminal aérea que conecta al suroccidente con el mundo se encuentra hoy en un punto de inflexión: ¿seguirá siendo eficiente, segura y competitiva, o caerá en la trampa de la burocracia y el abandono estatal?
Este no es un aeropuerto cualquiera. Es el tercero en importancia en Colombia, movilizó 6,7 millones de pasajeros en 2024 —superando incluso los niveles prepandemia— y conecta con 34 destinos a través de 11 aerolíneas, incluyendo rutas nacionales e internacionales. Además, fue clave para recibir a más de 12.000 delegados internacionales durante la COP16, logrando operar con picos de hasta 54 vuelos por hora. También es vital para las exportaciones agrícolas del Valle del Cauca y para el turismo de Cali y su área metropolitana.
Ante el vencimiento del contrato con Aerocali, la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI) decidió extender la concesión hasta el 31 de agosto de 2025 —fecha en la que se publica esta columna—. Durante este tiempo, se destinarán 15.000 millones de pesos para ejecutar 17 obras urgentes: reposición de losas, renovación del asfalto en pista, estabilización de taludes, mejoras en el sistema antiincendios y ayudas visuales. Sin embargo, a partir de septiembre de 2025, la Aeronáutica Civil (Aerocivil) asumirá la operación directa, inicialmente por ocho meses, con un costo estimado entre 30.000 y 90.000 millones de pesos para mantenimiento e infraestructura.
Y aquí radica la preocupación. La experiencia en Colombia nos ha mostrado que, cuando un aeropuerto vuelve a manos del Estado, el deterioro no tarda en aparecer: retrasos en el mantenimiento, decisiones atravesadas por intereses políticos y no técnicos, falta de inversión en modernización y, en consecuencia, un servicio deficiente para los pasajeros. Lo que debería ser un motor de desarrollo regional corre el riesgo de convertirse en un símbolo más del centralismo, de la desidia administrativa y de la improvisación.
El riesgo es real: burocratización, con decisiones administrativas que prioricen la política sobre la técnica; menor inversión estratégica frente a la que puede garantizar un concesionario privado; y cuellos de botella operativos que afecten la confianza de pasajeros, turistas, exportadores y aerolíneas. ¿Nos podemos dar el lujo de jugar con el aeropuerto que sostiene la competitividad del suroccidente colombiano?
Sin embargo, también existe una salida esperanzadora. No se trata de demonizar al Estado, sino de reconocer que la gestión de un aeropuerto exige visión empresarial, disciplina financiera, tecnología de punta y capacidad de reacción inmediata ante cualquier eventualidad. La administración pública puede y debe ser parte de la solución, pero no con improvisación ni intereses particulares, sino bajo un esquema de alianzas público-privadas sólidas, con vigilancia ciudadana y un liderazgo regional decidido.
La pregunta de fondo es clara: ¿queremos un aeropuerto que potencie la región y la conecte con el mundo, o uno que se estanque en las promesas incumplidas?
El Alfonso Bonilla Aragón no es solo una pista y un edificio. Es la puerta de entrada al desarrollo regional. Cerrar esa puerta con decisiones apresuradas o burocráticas sería condenarnos a volar cada vez más bajo. La responsabilidad de mantenerla abierta recae no solo en el Gobierno, sino también en los empresarios, la ciudadanía y los líderes locales, que deben exigir transparencia, planeación y visión de largo plazo.
Porque de lo contrario, lo que está en juego no es solo la operación de un aeropuerto: es la capacidad de una región de seguir conectada con el futuro.
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