Hubo un tiempo en que el suroccidente colombiano no era visto como una periferia lejana, sino como el motor que marcaba el rumbo del país. Ese tiempo se llamó el Gran Cauca, o Estado Soberano del Cauca, que a mediados del siglo XIX abarcaba una extensión inmensa: desde el sur del Valle del Cauca hasta Nariño, pasando por Huila, Caquetá y Putumayo, incluso con influencia en territorios del actual Ecuador. Fue, sin duda, uno de los territorios más vastos, ricos y determinantes de la historia nacional.
El Gran Cauca no solo aportó en extensión y recursos naturales; también dio líderes de talla nacional que marcaron épocas: Tomás Cipriano de Mosquera, varias veces presidente de la República; Julio Arboleda y su pensamiento conservador; o Manuel María Mallarino, entre otros tantos nombres que influyeron en la vida política, económica y cultural de Colombia. Era una tierra de caudillos, de debates encendidos, de decisiones que trascendían la región para impactar a toda la nación.
Además, fue un epicentro de riqueza agrícola y comercial. Desde sus fértiles valles se producían alimentos, oro y café que sostenían gran parte de la economía del país. Cali, Popayán y Pasto no eran ciudades marginales, sino centros políticos y culturales de primer orden. Popayán, en particular, brillaba como una de las ciudades más influyentes de la época, con familias de gran tradición que educaron presidentes, juristas y pensadores.
Sin embargo, la grandeza nunca está exenta de fracturas. La extensión del Gran Cauca también lo convirtió en un territorio difícil de cohesionar. Las tensiones políticas, las rivalidades internas y las disputas por el poder fueron sembrando divisiones. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, poco a poco el gran territorio empezó a fragmentarse: surgieron nuevos departamentos y con ello el declive de esa fuerza unida que alguna vez marcó la diferencia en Colombia.
Lo que fuimos quedó en la memoria, en los libros de historia, en las plazas coloniales de Popayán, en las haciendas cañeras del Valle, en la resistencia indígena del Cauca y en los ecos de las batallas libradas en estas tierras. Pero ya no somos lo que fuimos. Pasamos de ser la voz que lideraba debates nacionales a una región con poco peso en las decisiones centrales del país.
Hoy, al recordar ese pasado, no podemos evitar la nostalgia. ¿Cómo un territorio tan vasto, con tanto talento y tanta riqueza, terminó reducido a una suma de departamentos que luchan por ser escuchados? ¿En qué momento dejamos de ser protagonistas para convertirnos en espectadores?
El Gran Cauca fue grande porque supo mirar más allá de sus fronteras y porque sus líderes pensaban en el país desde el suroccidente. Esa lección no deberíamos olvidarla. No se trata de añorar un pasado imposible de recuperar, sino de reconocer que alguna vez fuimos grandes y lo dejamos perder. Esa conciencia es el primer paso para entender por qué hoy carecemos de la influencia que tuvimos, y por qué urge preguntarnos qué rumbo queremos tomar como región.
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