El país no deja de sangrar por una herida cuando inmediatamente se abre otra. Llevamos años desangrándonos de tal manera que ni siquiera alcanzamos a cerrar una antes de que se abra la siguiente. Lo verdaderamente preocupante es que puede llegar el día en que la hemorragia sea tal, que caigamos al suelo como nación y nos resulte difícil volver a levantarnos.
Mientras los líderes de la nación se insultan, se lanzan indirectas, destruyen el buen nombre del otro y hasta celebran las desgracias ajenas, el ciudadano de a pie sigue cargando las mismas dolencias de siempre. A muchos aún no les llega agua potable a sus casas; en varias regiones no conocen la electricidad; la madre de hogar camina con temor porque en cualquier esquina puede sufrir un “raponazo”. El niño que quiere jugar no encuentra un parque cerca, aunque sí encuentra jíbaros en la puerta de su escuela. El joven que sueña en grande ve cómo sus metas se apagan en la maraña de trámites interminables. El campesino, que labra la tierra con esfuerzo, no cuenta con insumos dignos, mientras las promesas de ayudas oficiales nunca se materializan.
Ese colombiano cansado, que optó por apagar las noticias porque solo le generan estrés en lugar de esperanza, es el verdadero reflejo de nuestra crisis. Ese que dejó de creer en alocuciones y en discursos políticos vacíos, y que ya no confía en campañas efímeras ni en abrazos de coyuntura. A ese ciudadano se le debe llegar con hechos, con presencia permanente y con resultados tangibles. Porque al final del día, los dirigentes de este país tienen una tarea impostergable: reconstruir la confianza del pueblo colombiano. Esa confianza está hoy profundamente fracturada; quizá nunca vuelva a ser completamente sólida, pero sí puede ser reparada y fortalecida. Y aunque queden cicatrices, sobre una base firme todavía podemos seguir avanzando como nación.
Por eso, señores dirigentes, hoy más que nunca se requiere que antepongan al colombiano de a pie sobre cualquier ambición personal. La política en sí misma no es mala, los políticos tampoco lo son necesariamente; discrepo con quienes generalizan. Lo que es indispensable es transformar las prácticas, derribar los vicios y entender que la reconciliación nacional no es un discurso, sino un deber inaplazable.
El reto es claro: o seguimos alimentando la hemorragia de nuestra patria, o de una vez por todas asumimos la responsabilidad de detenerla. La historia no absolverá a quienes tuvieron la oportunidad de sanar al país y eligieron, por cálculo o indiferencia, seguirlo viendo desangrarse.
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